Pasado el mediodía y terminado el evento, fuimos a almorzar a un lugar tranquilo, casi tan tranquilo como el pueblo: donde Don Alberto. Anda en construcción todavía; parece que va a tener una gran acogida de los visitantes.
Tuvimos la fortuna de coincidir en un pueblo con menos almas, con más paz, por lo menos visible. Tuvimos la fortuna de compartir juntos algunas palabras, no sé si pocas, pero sí justas.
Se demoraron en traer los alimentos. La Directora se impacientó al ver la tardanza; tal vez sentía vergüenza con el Equipo. Después de múltiples llamados de atención, trajeron el almuerzo. Esperamos la recomendación y pedimos lo mismo; tal vez eso queremos, lo mismo, pero distinto. Era un plato árabe del que no recuerdo el nombre. Nos dejaron de últimos y la Directora pensó que tal vez no nos querían en ese lugar; tal vez lo dijo con sarcasmo (lo siento, no siempre entiendo el sarcasmo). Yo pensé algo distinto, tal vez lo mismo, pero distinto, y les dije que tal vez solo son muy nuevos, que trabajar en la cocina es muy parecido a tocar en una orquesta. “Se necesita acople”, dije confiado. La palabra que buscaba era “ensamble”; me lo confirmó un amigo músico al regreso.
Hice unas recomendaciones a la mesa para el festival. Las nuevas generaciones son importantes en estos espacios, pues sembramos, cosechamos algunas cosas; la mayoría del bienestar que sembramos va a ser cosechado por nuevas generaciones. Es como el dicho: “El que siembra tamarindo no cosecha tamarindo”.
Mientras esperábamos lo nuestro, a la Matriarca de la mesa le trajeron un burrito, con demasiada salsa para su gusto. Le compartió la mitad a la Directora, que lo tomó con tanto agrado que creí ver el destello de sus ojos iluminar el recinto.
Llegó el Secretario, nos saludó y tal vez se sorprendió de verme en la mesa. “No me dijiste que estabas en la colada”, me dijo. A lo que respondí con una sonrisa, y a lo que me respondieron compartiendo un pedazo de un burrito, “el sobradito”. Lo recibí con tanto agrado que ahora eran mis ojos los que se encargaban de iluminar el recinto. Tal vez no lo sabía, pero tenía hambre y eso hizo que su regalo, además del gesto, se sintiera como una caricia en el alma.
Respondíamos unos cuantos compromisos en nuestros celulares mientras seguíamos esperando la comida. Yo tenía una reunión buscando la integración del FITS con el Sancocho, una reunión en la que dije que no iba a estar, pero me sumé después del almuerzo para hacer mis aportes, cerrarla y presentar a los invitados.
Hablamos lo justo, recordamos amigos en común. Me reí con un “ja, ja” fortísimo después de que la Matriarca de la mesa regañara en público a la Fundación. No lo puedo evitar, me sale natural reírme en momentos incómodos. Después de pensarlo estos días, me di cuenta de que la mesa tal vez lo vio como una burla, porque me encontré parte del equipo al otro día y me saludaron secos. Igual no lo fue, lo hice sin esa intención.
Terminamos de almorzar. Nos invitaron a dar una vuelta por Aracataca en una camioneta. Vi su desilusión cuando contesté: “No, muchas gracias”, y que ya había dado una vuelta por el pueblo temprano. Lo lamenté ya en el hotel, cuando vi minutos más tarde una foto suya junto al río. Debí estar ahí, contemplando el origen de Macondo. Debí estar ahí recorriendo las calles del pueblo olvidado, conociendo los lugares que no conocía o tal vez sí, pero no de esa manera. No sé qué me detuvo; tal vez los nervios, algo me decía que debía ir al hotel, descansar, darme una ducha y volver. El río estará allí cuando regresemos. Tal vez no el mismo río. Tal vez seamos otras personas cuando regresemos.
Luego nos encontramos en la Estación de Tren. Les saludé sonriente. Se notaban cansados, adoloridos. No es de extrañar, su rutina es ardua y siempre me estoy acostumbrando a que las personas están más ocupadas que yo, o eso quieren creer. Le recordé: “¿Las vacaciones para cuándo?”, le dije sin pensar en que tal vez le atinaba; no estoy seguro de verdad, pero la vi sonriente al otro día.
Hubo un momento antes del evento en que me miraron como cuando los pillo mirándome: con asombro y con miedo, con dolor, con ojos desafiantes, tratando de decir lo mucho que sentía en ese momento mi ausencia en la vuelta al pueblo. Yo recién regresaba de mis vacaciones, después de un viaje astral como ningún otro que tuve semanas antes en la terapia con unos aparatos interesantes. Una desconexión que tuve para reconectarme con la esencia de mí mismo: lo que quiero, lo que deseo, lo que pienso, lo que siento, lo que soy.
Después hablé con Juan Camilo Segura, un maestro del arte de la fotografía experimental. Hablamos cálidamente, como si nos conociéramos de otras vidas y estuviéramos de nuevo conectándonos en esta. Juan enseña nada más y nada menos que el arte de la creación de artefactos para capturar la luz que reflejamos de manera artesanal, creando así hermosas fotografías de larga exposición. Una fantasía. Un proceso arduo. Puedes ver sus fotografías en juancamilosegura.com. Espero encontrarle de nuevo, en algún espacio para seguir aprendiendo de sus artes.
Antes de empezar el homenaje a Leonet Matiz, uno de los 10 mejores fotógrafos del mundo del siglo XX, cada uno se sentó en su silla. Me quedé mirando a los ojos a la Anfitriona, tal vez más de lo acostumbrado. Seguí mirándole con una sonrisa tenue, orgulloso. Hasta que por fin, me devolvió la mirada; le tomé una fotografía mental a ese cruce de miradas. Casi con la misma habilidad con la que Leo Matiz le tomaba fotos a las gotas de agua que salen al tirar una piedra al río, según nos contaba su entrañable amigo Enrique.
Empieza el homenaje; una mujer que atesora la boina de Matiz nos contaba sus historias, seguida y acompañada por Enrique. Qué lindo ver cómo lo recuerdan a uno después de muerto. Qué lindo que le hagan homenajes íntimos, en tan íntimo recinto, que está a la luz de todo el mundo, pero que da igual, se sigue sintiendo íntimo. Qué lindo ver cómo cantan las canciones compartidas, las que a uno le gustaban. Qué lindo tener amigos después de muerto.
Cerraba la noche; los vi partir con el rabillo del ojo. Sentí una sensación extraña, nunca me acuerdo de haberla sentido: era una mezcla de nostalgia, tristeza y alegría. Se me opacó el mundo por un instante. El universo es tan grandioso, que estaba acompañado de más almas lindas. Entramos a la estación de tren, ahora convertida en el Museo de Leo Matiz: muchos recuerdos, obras maestras, y eso que no estaba completo, solo era una muestra.
Estoy donde necesito estar y donde me necesitan, le compartía a uno de los asistentes.
Conocí a los artesanos, nos tomamos un café de la sierra, preparado con un proceso especial por don Carlos o Primitivo, como le dicen los amigos. Gran alegría me dio compartir ese espacio. Quedamos de ir al río. Al día siguiente les decliné la invitación, pues me di una vuelta a pie por el pueblo, hasta el acceso que va al río, a la parte que ve todo el mundo. Le tomé una foto; estaba lindo.
Estamos sembrando tamarindos, estamos entrando a compartir la historia con un pueblo por muchos olvidado, como los libros. Estamos fabricando ideas nuevas, artefactos, instrumentos digitales.
Desde Cultores.org me sumé a la Misión Aracataca, una iniciativa de la Fundación Paz y Reconciliación, la Gobernación del Magdalena, el Ministerio de las Culturas, la Fundación Gabo y más aliados, para celebrar en un espacio mágico la vida de su gente, sus personajes célebres, las artes y las culturas. Quédate pendiente de las redes de los organizadores. Pronto te llegará la invitación.